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Semillas Ancestrales: La Memoria Viva del Planeta

  • Luis Ricardo Peña Felix
  • 6 ago
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 10 nov

Cada semilla es un libro cerrado que el tiempo decidió conservar.

No tiene páginas, pero contiene historia.

Su cubierta es humilde, pero dentro de ella duerme la voz de quienes cultivaron la Tierra cuando la palabra “civilización” aún no existía.

Las semillas ancestrales son la biblioteca de la humanidad.

Cada una guarda no solo el código genético de una planta, sino también la sabiduría de las manos que la sembraron, los cantos que la acompañaron, los cielos bajo los que germinó.

Son cápsulas del tiempo donde la memoria no se oxida, sino que florece cada vez que alguien vuelve a confiar en la tierra.

Antes de que existieran los mapas, los pueblos antiguos ya sabían orientarse por los ciclos del maíz, del amaranto, del cacao, del frijol.

Cada semilla era una brújula, un símbolo de continuidad, un dios pequeño con raíces.

Los mayas la ofrecían al cielo, los egipcios la enterraban junto a sus faraones, los pueblos andinos la veneraban como fuente de alma y alimento.

La semilla no solo alimentaba el cuerpo: alimentaba la identidad.

Era herencia, ofrenda, promesa.

Pasaba de generación en generación como un relato que debía seguir vivo.

Y cuando una cosecha se perdía, la comunidad lloraba no solo por el hambre, sino por la ruptura de su historia.

Hoy, muchas de esas semillas antiguas siguen vivas.

Resisten el olvido, escondidas en pequeños huertos familiares o en manos de campesinos que nunca dejaron de creer en la tierra.

Ellos son los guardianes silenciosos del pasado, los que aún siembran con respeto, los que entienden que cultivar no es producir, sino continuar.

Cada semilla ancestral germina con un gesto de amor a lo eterno.

Es la materia que sobrevivió al fuego, a la guerra y al abandono.

Y cuando brota, nos recuerda que la vida siempre encuentra su camino de regreso.

En su interior no solo crece una planta, sino un linaje.

Una historia que no pertenece a nadie, porque pertenece a todos.

Las semillas son la escritura más pura de la Tierra: una que no necesita traducción.

Mientras el ser humano mire una semilla con reverencia, la historia del planeta seguirá contándose sola.

Y si alguna vez olvidamos cómo escucharla, bastará con plantar una.


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