El Silencio de los Servidores
- Sergio Peña Felix
- 20 ago
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 10 nov
Y de pronto, todo calló.
No hubo notificaciones, ni luces, ni vibraciones.
El mundo digital, siempre despierto, cayó en un sueño inesperado.
Los servidores dejaron de cantar su murmullo eléctrico,
y el Appsapiens se quedó solo con el sonido del viento real.
Al principio, creyó que algo andaba mal.
Tocó la pantalla, reinició, esperó.
Pero no pasó nada.
La red había cesado,
como si el universo entero hubiera contenido el aliento.
Entonces descubrió algo que no esperaba:
el silencio también era un lenguaje.
Por primera vez en años, escuchó el tic-tac de un reloj,
el roce del aire en su piel,
el crujido de su propia respiración.
Pequeños ruidos que antes se perdían entre los ecos digitales.
El mundo físico, ese viejo fantasma, regresaba con su sencillez.
El Appsapiens miró a su alrededor.
Las calles, sin el resplandor de las pantallas, parecían más grandes.
Los rostros, sin el filtro del brillo, más humanos.
Sintió una extraña mezcla de miedo y paz,
como quien despierta de un sueño demasiado largo.
En el silencio de los servidores, no había historia, ni publicidad, ni memoria.
Solo presencia.
Una especie de pureza anterior a los datos,
una calma que no dependía de la señal.
Y comprendió que había vivido mucho tiempo dentro de un ruido constante,
una marea de mensajes, imágenes y pulsos que confundía con vida.
Pero la vida real era esto:
el espacio entre un clic y otro.
El intervalo donde no pasa nada, pero se siente todo.
El silencio no era vacío.
Era origen.
El mismo que existió antes del primer clic.
Cuando las luces volvieron,
el Appsapiens no encendió el dispositivo de inmediato.
Dejó que la pantalla durmiera un poco más,
como si temiera despertarla de nuevo.
Porque en el fondo sabía que, por un instante,
había escuchado algo que ni los servidores podían almacenar:
su propia existencia.

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