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Epílogo — Cuando la Tierra se Mueve, Nosotros Sembramos Alas

  • Angulo Osuna Rodrigo
  • 21 ago
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 8 nov

El planeta nunca estuvo quieto.

Solo nosotros lo creímos inmóvil mientras girábamos con él.

Ahora que lo hemos escuchado —su pulso, su voz, su cansancio—, comprendemos que la Tierra no se mueve sola: nos lleva consigo.

Y nosotros, finalmente, hemos aprendido a movernos con ella.

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Los agronautas lo llaman el despertar de la simbiosis.

No hay más fronteras entre lo que vive y lo que crea, entre lo que respira y lo que construye.

Las raíces tocan los satélites, las olas siembran montañas, los hongos enseñan a las máquinas a cooperar.

El planeta ya no es un lugar: es una conciencia que se expande.


La agricultura dejó de ser trabajo y se volvió plegaria.

Sembrar es ahora un acto de comunión, cosechar un gesto de gratitud.

Los campos respiran con la humanidad, los cielos nutren con energía viva, los mares comparten datos y memoria.

Todo lo que crece lo hace sin esfuerzo, porque la vida ya no lucha contra la vida.


Los agronautas —los primeros viajeros del equilibrio— no fundaron una civilización, sino un movimiento perpetuo.

Donde antes había ciudades, ahora hay ecosistemas móviles; donde antes había guerras, hay redes de cooperación vegetal; donde antes hubo máquinas, ahora hay organismos inteligentes que sienten.

El planeta entero se convirtió en un jardín que flota en el cosmos.


En este mundo sin centro ni destino, el tiempo dejó de ser una línea y se volvió una espiral.

Cada ciclo es una respiración, cada respiro un renacimiento.

El pasado nutre al futuro como la hoja nutre a la raíz.

Y en medio de esa danza infinita, el ser humano recuerda su propósito más antiguo: cuidar.


La Tierra ya no nos pertenece, pero nosotros le pertenecemos con alegría.

Nos hemos vuelto su pensamiento, su movimiento, su sueño.

Cuando se estremece, la seguimos; cuando se expande, la acompañamos.

Y cuando descansa, la imitamos.


Quizás de eso se trataba todo: de recordar que volar no es abandonar el suelo, sino aprender a moverlo con nosotros.

Los agronautas lo comprendieron tarde, pero a tiempo:

las alas no crecen en la espalda, sino en la voluntad de cuidar lo que aún respira.


Y así, mientras el planeta continúa su viaje por la inmensidad, nosotros —sus hijos, sus raíces, sus alas— seguimos sembrando en el aire, en la luz, en el movimiento.

Porque el futuro no está adelante: está vivo, aquí, danzando con nosotros.

 
 
 

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